Hasta no hace mucho cuando todo parecía un poco más fácil…

Hasta no hace mucho cuando todo parecía un poco más fácil, hasta hace poco cuando la ironía se suponía en un radio de acción pequeño y los chistes se resumían a los pocos siempre, hace no tanto cuando aún el anonimato total suponía un trato simple sin abrazos desconocidos, cuando escribir un texto como éste suponía un desahogo íntimo y no una lectura de varios, hasta hace menos de un año cuando aún las fotografías estaban reservadas solo para los onomásticos, cuando todo era menos y más despacio; todo pasaba igual… pero pasaba lejos, le pasaba a otros, otros eran los hijos, otros eran los que pedían en las calles (aunque a veces yo también) otros eran los penitentes, los débiles devenidos en fuertes sin opción, los llantos de maquillajes corridos y no, otros eran, aunque familiares, siempre otros eran. Hasta no hace tanto cuando buscaba lo que no sabía y encontraba lo que más quería sin saberlo, muchas cosas dejaron de pasarme a mí y le pasaron a otros, otros abrazos, otros llantos, emociones en tercera persona que recapitularon todo el caminar tranquilo de un anónimo solo, que ahora camina rodeado de una familia tutelada por la alegría serena de dos abuelas grandes con la juventud de todos. Y “todos”, en esa palabra completa llena de nosotros y plena de ellos con tan poco de “yo”.

Luego de la llamada del quinto día de agosto, de la cara en todas partes, de los abrazos interminables, de la alegría desbordada, la vida misma –la única que tengo y tuve– pasó a una velocidad inusitada y vértigo sin control, con pausas inesperadas, visitas inusuales, cariños íntimos tan inesperados como naturales. Ahí, en esos meses rápidos –que aún no han amainado, sólo acostumbrado– quizás por la naturaleza de la vida recobrada, el encauzarme el seno de dos familias hermosas sin salir de la mía propia, ha logrado sin solución de continuidad que todo eso que antes le pasaba a todos me suceda a mí, la humanidad como ese grande y variopinto conjunto de seres –fueguitos, parafraseando a Galeano, ido hace unos días– que habitan este mundo grande y fecundo para todos, es ahora lugar más cercano y propio; la pertenencia próxima logra igualar alegrías y dolores, empatar las emociones y entenderse vivo en el otro. Así entendí que mucho de lo que a otros le sucedía también a mí me sucede, sensación encontrada si las hay, porque uno no presupone la solución para los problemas de todos, a veces ni los de nadie. El 26 de septiembre había pasado casi un mes desde haber comenzado a entender alguna de muchas cosas que me vi en entender, supe con el rabillo de la mirada –puesto el foco en lo mucho que sucedía en esos días– algo que pasaba lejos de mi aldea, pero ya no lejos… sentí también sin poder explicarlo aún, que eso no le pasaba solamente a los familiares de los cerca de 57 personas sobre las cuales poco o nada se sabía, y aun casi nada se sabe, eso nos pasaba. Entendí en ellos el dolor de la mirada de los míos, encontrando empatía por haber visto lo mismo a tres décadas de distancia, y supe que esos horrores no se borran ni se espantan. Supe también en medio de la agitación de varios viajes, cuestiones varias en los comentarios cercanos sobre un poblado del que nunca había oído nombrar, Ayotzinapa, una tierra vuelta triste.

Quisiera se entienda, tal como he entendido yo a más de tres décadas de vivo, que la vida nos pasa a todos, y todos estamos aquí para lo mismo; primeramente para vivir y nadie ha de abrevarse el derecho a impedirlo. La vida es el tesoro mayor que tenemos y no está hecha ni de todo el oro del mundo, porque ni todo el oro del mundo, blanco dorado o negro, puede jamás volver a fundirse en una sola vida humana. Entenderemos esto más tarde o más temprano, comprenderemos que la vida no es mía, pero la vida de ellos también es mía, y sabiendo así entenderemos que esos antes ajenos 43 estudiantes somos nosotros mismos en otro cuero, que ahora no están y es una manera muy triste de no estar nosotros tampoco.

43-ayotzinapa